Lo vi aparecer entre bambalinas.
Pequeño, sí,
pero con la grandeza de quien pisa un escenario
y no duda del fuego en sus pasos.
Allí estabas,
bajo los focos,
con el cuerpo que decía: libertad.
Tu forma única de estar en un mundo
que desarma.
Cantabas como si el aire fuera tuyo,
bailabas como si la gravedad te debiera explicaciones,
actuabas como si el mundo, por fin, tuviera sentido.
Y yo,
apenas una sombra en la orilla,
miraba callado,
con ese temblor que solo ocurre
cuando algo te despierta sin tocarte.
“Me gustas”, susurré en medio del hielo.
No sé si me oíste
o si fingiste no escuchar.
Desde entonces,
camino con este corazón adolescente,
esperando tal vez un segundo acto,
una escena compartida,
un diálogo sin guion,
donde tú me mires
como yo ya no puedo dejar de mirar.
Te soñé.
Pero no como se sueña lo imposible,
sino como se sueña lo que se anhela:
con cuidado,
con vértigo,
como si un pestañeo pudiera borrarlo todo.
Quisiera registrar el temblor exacto
que dejas cuando pasas,
la manera en que el mundo se ensancha
cuando decides estar en él.
Quisiera seguir viéndote brillar,
aunque yo me quede en penumbra,
aunque solo sea un testigo.
No me importan los finales.
Hay algo en ti
que basta con mirarlo una vez
para entender
que algunas presencias
no necesitan quedarse
para haber sido eternas.