No supe cuándo empezó el incendio,
solo recuerdo su respiración cerca,
como si el aire buscara en mí su casa.
Era alto, delgado,
una línea de fuego dibujada sobre mi piel.
Lo miré y mi mundo se calmó un poco.
Todo lo demás se volvió ruido,
sobró la distancia,
sobró el miedo.
Sus labios eran pregunta y respuesta,
una frontera que se rendía.
Yo también me rendí,
dejé que el cuerpo hablara,
que dijera lo que las palabras no sabían.
Nos reconocimos sin mapa,
sin aviso,
en la urgencia de dos desconocidos
que ya se habían esperado demasiado.
La noche se abrió como una puerta
y entramos sin permiso,
sin reloj,
sin juicio.
Después, el silencio nos sostuvo.
El aire pesaba distinto,
y cuando se fue,
dejando el olor de su nombre en mis sábanas,
entendí que hay encuentros
que queman lo suficiente
para saber que seguimos vivos.
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