Después de un adiós vertiginoso, subo en uno de esos carros
de colores que pasan por la avenida San Luis, en San Borja, hasta la avenida
Angamos. Si los carros no pararan en cada esquina a amontonar gente dentro,
pude haber llegado más rápido a mi destino. Las combis que llevan hasta la UPC
(Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas) son muy pequeñas y, debido a mi
1.86 m de estatura, casi no entro dentro
de ellas. En una de esas, intempestivamente y con el reloj en mi contra, tomo
el asiento del copiloto de una combi con franjas azules y ruego por llegar a
tiempo. Siempre me enseñaron a llegar cinco minutos antes a cualquier lugar a donde tuviera que ir. Lima
está superpoblada, pero las combis aun más. No entiendo a los choferes que
paran en paraderos no autorizados a subir personas a sus carros y no pueden detenerse
para que una pobre ancianita baje y no camine tanto.
No fue necesario escuchar la voz del cobrador gritar: "último
paradero", para saber que ya había llegado. Tenía el corazón latiendo a
mil, sabía que ésa no iba ser una simple noche de ensayos. Los nervios se
apoderaron de mí como siempre cada vez que voy a verlo. Tomé el teléfono rojo y
marqué su número. Me contestó y dijo que ya estaba afuera. Su voz apresurada me
decía que no quería hacerme esperar.
Lo vi y nos dimos un abrazo, el más fuerte y delicado a la
vez, lo cual me dijo nuevamente que algo pasaría más tarde. Teníamos que ir un
grupo de diez personas a la casa de una chica en La Molina para ensayar las
escenas del cortometraje que en esta semana debe estar terminado; pero solo ensayamos una
escena de las cinco.
Traspasando grandes cerros molinenses y sentado al costado
de él, en los asientos traseros de un taxi amarillo, llegamos a la respetuosa
morada donde ensayaríamos los cuadros y las tomas para el cortometraje. Como alocadas,
las chicas corrieron a tocar el brillante piano de madera fina que se
encontraba en medio de la sala, mientras él me explicaba lo que teníamos que
hacer en la escena del baño.
El tiempo pasaba más rápido como en un reloj de arena, y
seis chicas, él y yo nos dirigimos al baño a ensayar. “Tú tienes que abrir la
puerta mientras él se lava las manos, empujarlo hacia la pared y besarlo. Lo
besas y él se deja llevar, luego se sube en este muro, abre las piernas, lo
sigues besando y él te quita el polo; sus respiraciones se hacen una, él baja
su cabeza hasta debajo de tu ombligo y corte”. No podía creer que tenía que
besar a mi mejor amigo, el que tanto me gustaba, frente de seis chicas
alborotadas como gallinas, dentro de una ducha de mamparas de vidrio. Pero
tenía que hacerlo. "Sé profesional", decía.
Sin mostrar el frenético sentimiento que llevaba dentro, salí
del baño, conté quince segundos y entré. Cerré la puerta, lo empuje y lo que
pensé que no haría, lo hice.
Mi boca, su boca, sabor a cereza, llenas de pasión, como
explosiones. Mis manos bajaron hacia su parte trasera, sus manos se clavaron en
mi espalda. Nos convertimos en uno solo y el sabor a lipstic se convirtió en sabor a piel. No pensábamos en otra cosa
que en besarnos. Las seis gallinas, atolondradas, de la ducha desaparecieron,
las cámaras se esfumaron y éramos solo dos. El tiempo desapreció. El tiempo desapareció nuevamente, y luego escuchamos un “CORTE”.
No fue un corte, no cortamos, ¿Por qué no cortamos? Porque
mi boca, su boca, sabor a piel y nuestras respiraciones se hicieron una sola.