martes, 5 de junio de 2012

Crónica Homosexual


Después de un adiós vertiginoso, subo en uno de esos carros de colores que pasan por la avenida San Luis, en San Borja, hasta la avenida Angamos. Si los carros no pararan en cada esquina a amontonar gente dentro, pude haber llegado más rápido a mi destino. Las combis que llevan hasta la UPC (Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas) son muy pequeñas y, debido a mi 1.86 m de estatura,  casi no entro dentro de ellas. En una de esas, intempestivamente y con el reloj en mi contra, tomo el asiento del copiloto de una combi con franjas azules y ruego por llegar a tiempo. Siempre me enseñaron a llegar cinco minutos antes  a cualquier lugar a donde tuviera que ir. Lima está superpoblada, pero las combis aun más. No entiendo a los choferes que paran en paraderos no autorizados a subir personas a sus carros y no pueden detenerse para que una pobre ancianita baje y no camine tanto.
No fue necesario escuchar la voz del cobrador gritar: "último paradero", para saber que ya había llegado. Tenía el corazón latiendo a mil, sabía que ésa no iba ser una simple noche de ensayos. Los nervios se apoderaron de mí como siempre cada vez que voy a verlo. Tomé el teléfono rojo y marqué su número. Me contestó y dijo que ya estaba afuera. Su voz apresurada me decía que no quería hacerme esperar.
Lo vi y nos dimos un abrazo, el más fuerte y delicado a la vez, lo cual me dijo nuevamente que algo pasaría más tarde. Teníamos que ir un grupo de diez personas a la casa de una chica en La Molina para ensayar las escenas del cortometraje que en esta semana debe estar terminado; pero solo ensayamos una escena de las cinco.
Traspasando grandes cerros molinenses y sentado al costado de él, en los asientos traseros de un taxi amarillo, llegamos a la respetuosa morada donde ensayaríamos los cuadros y las tomas para el cortometraje. Como alocadas, las chicas corrieron a tocar el brillante piano de madera fina que se encontraba en medio de la sala, mientras él me explicaba lo que teníamos que hacer en la escena del baño.
El tiempo pasaba más rápido como en un reloj de arena, y seis chicas, él y yo nos dirigimos al baño a ensayar. “Tú tienes que abrir la puerta mientras él se lava las manos, empujarlo hacia la pared y besarlo. Lo besas y él se deja llevar, luego se sube en este muro, abre las piernas, lo sigues besando y él te quita el polo; sus respiraciones se hacen una, él baja su cabeza hasta debajo de tu ombligo y corte”. No podía creer que tenía que besar a mi mejor amigo, el que tanto me gustaba, frente de seis chicas alborotadas como gallinas, dentro de una ducha de mamparas de vidrio. Pero tenía que hacerlo. "Sé profesional", decía.
Sin mostrar el frenético sentimiento que llevaba dentro, salí del baño, conté quince segundos y entré. Cerré la puerta, lo empuje y lo que pensé que no haría, lo hice.
Mi boca, su boca, sabor a cereza, llenas de pasión, como explosiones. Mis manos bajaron hacia su parte trasera, sus manos se clavaron en mi espalda. Nos convertimos en uno solo y el sabor a lipstic se convirtió en sabor a piel. No pensábamos en otra cosa que en besarnos. Las seis gallinas, atolondradas, de la ducha desaparecieron, las cámaras se esfumaron y éramos solo dos. El tiempo desapreció. El tiempo desapareció nuevamente, y luego escuchamos un “CORTE”.
No fue un corte, no cortamos, ¿Por qué no cortamos? Porque mi boca, su boca, sabor a piel y nuestras respiraciones se hicieron una sola.

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