No vine a fingir sonrisas.
Ni a mendigar espacios.
Ni a callarme el brillo para que otros no se sientan opacados.
Desde hace tiempo aprendí
que hay fuegos que no se apagan,
aunque alrededor sople la envidia con cara de aliado,
aunque disfrazada de acuerdo,
la traición se sienta en el aire.
Yo no nací para eso.
Traigo un mantra tatuado al alma,
me lo repito antes de que el sol me toque los párpados:
Por qué soy luz,
Llevo paz,
Tengo amor,
Y camino en libertad.
No es una promesa,
es una advertencia.
He dado lo mejor de mí incluso cuando el silencio pesaba,
cuando me dejaron solo con todo el amor aún latiendo,
cuando escribí versos para quienes nunca supieron sostener ni una palabra.
Y aún así, no me rompo.
Porque no vine a ser parte del rebaño
de los tibios,
de los que postergan,
de los que miran el fuego de otro y, por no tener uno propio,
quieren apagarlo.
Trabajo con la vida entre las manos.
Con el arte como oficio.
Con la ternura que se gana en el escenario a pesar de las heridas.
No temo incomodar si mi entrega revela tu pereza,
Tu mediocridad.
No me detengo por excusas que disfrazan cobardía.
Y si brillan menos al lado mío,
que aprendan a mirar el sol sin escupirlo.
Porque yo no vine a apagarte,
vine a encender todos los días lo que soy.
Hoy, desde estas montañas,
vuelvo a jurarme lealtad.
Sigo.
No porque me dejen.
Sigo porque soy.
Y eso,
aunque les moleste,
me basta.
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